Don Clímaco (con casi 101 años), nieto del combatiente Sebastián Chaves. Foto: Fernando Leitón
El 1º de diciembre del 2007 la Municipalidad de Santo Domingo rindió homenaje a los héroes de la Campaña de 1856, tatarabuelos,de nuestras compañeras del Movimiento Félix Arcadio Montero: Elena Villalobos y Lorena Ulate . Al igual que sus antecesores sus descendientes luchan por una patria de “profunda raigambre campesina, generosa y solidaria” como señala el historiador Luko Hilje Q.
Los combatientes domingueños
© Informa-tico.com
Mañana espléndida de sábado, de diáfano cielo azul e intenso sol, de calor gratamente atenuado por estos penetrantes vientos alisios -que hacen ondear las banderas de la patria y del cantón, así como anunciar la Navidad-, hoy que diciembre empieza. La multitud ahí congregada frente al parque, en la esquina de la Municipalidad, expectante por la significativa placa por develarse, a la entrada de ese edificio.
Luko Hilje Q.
¡Cómo estremece, profundo, entonar el Himno Nacional en tal entorno, con la tríada de Marías que conforman el macizo del volcán Barva por fondo! Las mismas, compañeras de muchas otras Marías de carne y hueso, que con el corazón estrujado de angustia vieron partir a sus novios, hijos, nietos o esposos ante la convocatoria del patriarca don Juanito Mora, para ir a defender la patria amenazada. Como María del Pilar, María de Jesús, María de la Soledad, María Juliana, María Isabel, María Josefa o María Gertrudis. Una de ellas, mi tatarabuela María Manuela Sancho Madrigal, se libró de tan difícil trance pues, casada en Heredia con apenas 17 años en 1841, se había afincado en San Vicente de Moravia con su esposo Ramón Rojas Aguilar. De sus 11 hijos, para la época de la Guerra Patria habían nacido siete, de los cuales Rafael de Jesús -de pocos meses de edad- murió debido al cólera, enfermedad que también atacó a su madre, quien por fortuna pudo salvarse.
Pero las demás Marías y tantas otras mujeres con nombres diferentes -aunque siento que aquel bello nombre, epítome femenino, las contiene a todas- los vieron marcharse, sin saber si volverían. Y, ya enrumbados por el Camino Nacional, allá por Los Llanos y antes de sumergirse en los altibajos de los escarpados Montes del Aguacate, algunos de seguro voltearon su mirada vidriosa para divisar por última vez aquellas Tres Marías volcánicas y vigías de su querida Heredia, mientras un discreto y súbito escalofrío les recorría el cuerpo. Nostálgicos, añoraban en silencio su pujante y pintoresco terruño de Santo Domingo, imaginando que en el corredor que daba al solar, o protegidos del frío junto al fogón, allá estarían congregados sus seres amados, evocándolos entre rosarios y trisagios, con bienaventuranzas y buenos augurios.
En medio del tropel de briosos caballos, del rechinar de carretas atestadas de víveres, medicinas y pertrechos militares, del reverberante batir de los animados redoblantes -que competían con el monótono e incesante chirrido de las chicharras veraniegas- y de cánticos patrióticos ("Preparemos las armas invictas / en defensa de patria y honor; / les dará nuevo lustre la gloria, / nuevo brillo los rayos del sol"), vagaban sus mentes por aquellos días de infancia y juventud cuando, en medio de la paz y la frugalidad rurales, habían colmado sus sentidos con fragancias de montaña, sonidos de lluvias desbocadas o aguas raudas y cantarinas, trinos de aves multicolores, prados de intenso verdor y aroma a boñiga, mugidos de vacas rumbo al ordeño, fértiles sementeras de milpas, trigales, cañaverales, tabacales y hortalizas.
Sí, allá iban 33 lugareños dispuestos a defender la patria, pero con el anhelo de retornar sanos y salvos a sus hogares. Tristemente, pocas semanas después, los restos de Juan de Jesús Arias quedaban abandonados en suelo nicaragüense, tras el combate del 11 de abril de 1856 en Rivas. Y, también, víctimas del cólera, los de Félix María Bolaños Vargas en su travesía por Guanacaste, más los de otros cuatro (Toribio Argüello León, José María Arroyo Araya, Alejo González Chacón y Juan Orozco) lanzados al mar, junto con otros 88 combatientes que retornaban por barco. Duras viudez y orfandades que sobrevendrían, pues tres eran casados -con Juana Petronila, Josefa y Braulia, respectivamente- y tenían hijos: Félix María y Juan uno, y José María cinco.
Pero, por fortuna, otros regresaron ilesos, como ocurrió con Alejandro Araya Argüello, Enrique Arce Argüello, Julián Bolaños Rodríguez, Gabriel Cantillano Bolaños, Domingo Carrillo Bolaños, Sebastián Chaves Barquero, Valerio León Esquivel, Patricio León González, Sotero Portorrico, Ramón Salas Araya, Pedro Vargas Arce y Juan Manuel Villalobos Ocampo. También, aunque no confirmados de manera fehaciente -pues algunos permanecieron como reserva en el país, y sobre otros hay datos imprecisos-, estaban Félix de Jesús Argüello González, Manuel Azofeifa Ramírez, José Hilario Badilla Arce, Buenaventura Badilla Chaves, Cecilio Benavides, José Manuel Benavides Salas, Esteban Benavides Villalobos, Vicente Campos, Leandro Cantillano Barrantes, Andrés Carvajal, Rafael Cascante Villalobos, Narciso Chacón, Pascual Bolaños Rodríguez y Ramón Rodríguez Sancho.
Todo esto lo sabemos hoy gracias a la tesonera y meticulosa labor de rescate histórico del genealogista German Bolaños Zamora, coterráneo de todos ellos, plasmada en su nuevo libro "Los olvidados de la guerras. La Campaña Nacional y Santo Domingo de Heredia", gracias al meritorio esfuerzo de la Subcomisión de Cultura de los 150 Años de la Campaña Nacional y de otras personas y entes que hicieron posible su publicación. Pero, además, lograron organizar la hermosa ceremonia en la que se develó la inmensa placa, en la que figuran los nombres de 22 combatientes, rematada con la frase "Habéis cumplido enteramente vuestro deber para con la patria", con la que don Juanito agradeció a tantos aguerridos costarricenses la derrota de las malvadas fuerzas filibusteras.
Y es que, de veras, estos humildes hombres fueron a defender la patria con auténtico cariño y sobradas agallas, lo cual me hace evocar un pasaje del artículo "Al decir un siglo", contenido en el libro "Héroes del campo", publicado en 1929 por don Modesto Martínez. En él, su autor relata cómo el 11 de abril de 1916, al regreso de las celebraciones del 40 aniversario de la gesta, en Alajuela, coincide y conversa en el tren con un veterano de la Guerra Patria. Sin alarde alguno, silencioso, humilde y anónimo, este guayacán de 99 años de edad y vecino de La Uruca regresaba solo, descalzo pero bien vestido con "pantalón de dril a cuadros, muy limpio y muy aplanchado; camisa blanca, pañuelo de vistosos colores en la garganta y sombrero de pita de anchas alas en la cabeza", a lo que se sumaban una medalla y una banda tricolor cruzando su pecho. Feliz de haber asistido a la celebración, "él no habla de patriotismo, ni de heroísmo, ni de nada de esas cosas; él no cree que la Patria le deba gratitud a los veteranos: nos llamó don Juan Rafael Mora, dice, y fuimos a pelear. Eso es todo para él".
No pude evitar pensar en las palabras de este noble anciano durante toda la ceremonia, que culminara de manera realmente conmovedora. Ante fuertes y sentidos aplausos, don Clímaco Rodríguez Chaves con parsimonia se quitó el sombrero de fieltro para saludar a la multitud y, muy lentamente, apoyado en una andadera, avanzó hacia donde correspondía develar la placa conmemorativa en la que, entre tantos otros, está hoy grabado el nombre de su abuelo. El de Sebastián Chaves quien, con apenas 19 años de edad, quizás sin mucho miramiento acató el franco y directo llamado de don Juanito, combatió con arrojo y gallardía, se libró de la pólvora y el cólera, y pudo retornar del frente de batalla, donde lo esperaba ansiosa su madre María Dolores. Y, siete años después, se uniría a María Antonia, hija de María Ramona, para procrear seis hijos que perpetuarían su estirpe hasta hoy, bien encarnada en este nieto de 100 años y nueve meses de edad.
Y todo ello entre pródigas tierras y gentes domingueñas -de las que hoy soy cercano vecino, sin que supiera hasta hace poco de mis raíces aquí-, donde rodeados de recias Marías, las de carne y hueso y también de las que desde el volcán Barva cada día nos evocan lo eterno, sus pobladores han sabido contribuir en la construcción de Costa Rica. Patria pequeña pero invicta ante tantos avatares del destino, maciza en su cálida sencillez de profunda raigambre campesina, generosa y solidaria.