Desagrada al editorialista de La Nación (p. 32 A del 5 de julio) que obispos y sacerdotes, junto con representantes de organizaciones campesinas, busquemos soluciones a la crisis alimentaria. Nos achaca padecer de “comezón de popularidad”, de simplificar la realidad, de hacer “proclamas sin conocimiento alguno de los hechos”. Señor editorialista: si las organizaciones campesinas conocen tan mal la realidad del agro costarricense, ¿cómo fueron capaces de predecir la actual crisis alimentaria desde hace unos veinte años? Sin embargo, no encontraron oídos atentos en los sucesivos gobiernos ni respaldo en medios de divulgación masiva, entre ellos La Nación.
Los campesinos y campesinas, organizados o por organizarse, sufrieron en sangre propia el empequeñecimiento del Consejo Nacional de Producción, hoy casi extinto, de los créditos de la banca nacional a precios asequibles para el productor de granos básicos, la destrucción “desde adentro” de los sistemas de seguros para la agricultura. Perdone, señor editorialista, pero nos vemos en la necesidad de recordarle cosas que nunca debió olvidar: no fueron los obispos ni los presbíteros, tampoco los campesinos, quienes se regodearon con la “conversión agrícola”. No fueron los pequeños y medianos productores del agro los que se dejaron embaucar con aquello de que era más barato importar maíz, frijoles y arroz de los Estados Unidos, para exportar flores, helechos, frutas y legumbres.
Desde luego que estaba y está bien exportar esos productos y otros similares, siempre y cuando se haya asegurado la producción de alimentos para los costarricenses. Eso era y sigue siendo lo sensato. Lo insensato era y es confiar la seguridad alimentaria –vulgo gallo pinto en la mesa- a los avatares del libre mercado. “Libre” mercado controlado por las transnacionales de los alimentos.
Escribe en estos días un economista prestigioso: “Por esa veneración al mercado, en Costa Rica prácticamente se desmanteló el Ministerio de Agricultura y las otras instituciones del sector. Se redujeron los presupuestos a porcentajes ridículos y se repudiaron instrumentos de política que eran eficaces para fomentar la producción y beneficiar a consumidores de pocos ingresos; se minimizó el papel de la investigación y de la extensión y se degradó el apoyo a la comercialización interna. Solo algunos productos de exportación, no siempre en manos nacionales, contaron con beneficios fiscales”.
Así fue como se cayó en la indefensión alimentaria, en la falta de agilidad institucional para afrontar la emergencia. Desde luego hay factores externos, la mayoría relacionados con el precio del petróleo, pero es la destrucción sistemática del agro (el agricidio) lo que nos tiene al borde del precipicio.
Cuando la alimentación de las gentes pobres de nuestra patria está en peligro, a causa de políticas de Estado aconsejadas por organismos internacionales, causa lástima que un medio de difusión masiva que la aplaudió en su momento, pretenda ahora dar lecciones de ética y buen juicio.
El hambre toca las puertas de la población de un país que posee las tierras y las aguas para alimentar a su gente y exportar comestibles. Para enfrentar esa angustia nos damos la mano, religiosos y agricultores, con la finalidad de proponer un conjunto de decisiones técnicas y financieras. Pero nada será posible si otros responsables, entre ellos el Gobierno y las empresas de difusión masiva, no toman una decisión de índole espiritual: arrancar de los corazones y de las mentes el ídolo del libre mercado, conocido también como neoliberalismo
El reconocimiento honrado del problema y de sus orígenes es el mejor servicio que la prensa puede dar a la población y a un Gobierno todavía preocupado por minimizar una situación -veleidades de imagen- que a todos nos golpea.
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